En muchas ocasiones me pregunto cómo es posible que las cosas más bellas se encuentren en lo menudo, en lo desnudo, en lo que apenas tiene aristas. Me lo pregunto mientras me recreo acariciando las flores que he arrancado de los tallos de lavanda que hay en la entrada. Un gesto que repito cada día desde hace semanas.
Camino por el filo de un imposible dilema, de una maldad tan profunda que no puedo justificarla en modo alguno, ni siquiera bajo el pretexto de una improbable enfermedad, y así se lo hago saber. Debo decirlo, repetirlo, esperando que se calque en su debilitada voluntad. De la maldad de los demás pocas veces somos responsables, de la enfermedad de otros, esa que puede transformarnos la vida en un infierno, menos todavía.
La descubro mirando sus manos mientras, con un difícil equilibrio, sostengo el teléfono entre el hombro y la cabeza, y voy anotando las contestaciones que recibo al paradójico galimatías que pronuncio, que no escucha y que a mí, sin quererlo, me parece un ensalmo absurdo. Encantamientos que no servirán para nada. Nadie le devolverá nada, ni siquiera la confianza en si misma y menos una vida arrancada a feroces dentelladas.
Cuando el infierno es sangre de tu sangre, la condena la tienes garantizada hasta que te mueras y eso, precisamente eso es lo que quiere, aunque no lo dice.
Siento el sabor del fracaso mientra la acompaño hasta la puerta. Le ofrezco un sistema caduco, incapaz de procurarle un entorno seguro, de devolverle las riendas de un destino marcado, día a día, por la acidez corrosiva de la tragedia.
Cierro despacio. Necesito un respiro, algo menudo, algo bello, que me permita mantener la perspectiva, que me devuelva de nuevo a mi silla. Necesito contrarrestar la brutalidad de lo escuchado, de lo visto y no olvidar que no todo está podrido, que no todo está muerto.
El transtorno, el mío en este caso, sólo cabe tras la puerta cerrada mientras los timbres y los teclados suenan con más intensidad que nunca y mis dedos restan teñidos de azul lavanda.
Pau Casals -
© Fotografía Eduardo Medina García
..aquellas pequeñas cosas. Hay que ser muy fuerte para soportar sin sucumbir esas condenas que nos vamos encontrando por el camino, todos sin excepción.
ResponderEliminarSaludos.
La vida es un compendio de pequeñas muertes, y las muestras de alegría —risas, tracas, música— las expresamos de modo estentóreo para acallar el dolor que nos producen esas muertes menudas. El lado amable de la vida no es sino una cortina de humo, una ceguera voluntaria, aunque, ciertamente, se está mejor en él.
ResponderEliminarLa vida son todo zumbidos.
ResponderEliminarUn beso.
El sabor del fracaso es menos agrio, habiendolo intentado y el aroma a lavanda amortigua su densidad.
ResponderEliminarDuro y bueno (el texto)
Con tu permiso le incorporo una breve guinda musical, hay cosas muy bellas que lo merecen.
ResponderEliminarhttp://superehore.blogspot.com/2010/07/lo-bueno-si-breve.html
Hola Steppenwolf, sí, todos llevamos alguna cruz a la espalda, pero a veces las que soportan los que tenemos al lado son tan enormes que las nuestras son simples bagatelas. Contenta de verte de nuevo por aquí :)
ResponderEliminarEs cierto querido Valls, nos arrimamos a lo que nos aleja del sufrimientos sin pensar que este nos persigue y, a veces, corre más rápido. Bss.
ResponderEliminarKenit, no me digas eso, desde que perdí el oído este invierno apenas oigo una mosca. A ver si me estaré perdiendo el sentido de la vida?
ResponderEliminarBss.
Poma. A mi los intentos, cuando no llevan a nada, me parecen tan hueros que me duelen más si caben.
ResponderEliminarpetons
Sergio. En esta casa no se pide permiso, salvo el insulto, el desprecio y las paranoias de algunos transeuntes que no tolero, se puede colgar todo. A fin de cuentas un blog crece con las aportaciones de todo el mundo :)
ResponderEliminarMe encanta Kravitz.
bss