Lleva desde ayer del sofá a la cama, de la cama al sofá. Hace frío, siente frio, no piensa pisar la calle. Seguro que un poco de aire le vendría bien, pero se ha encerrado, no quiere ver a nadie, sólo a él. Sabe que debería llamar a alguien, salir a respirar, al cine, a cenar, cualquier cosa antes que pasarse la vida mirando la pantalla del maldito teléfono. Un malévolo celular que hoy, ya lo sabe, no va a sonar. Es sábado. Cuarenta y ocho horas de espera, pero de espera ¿para qué?La locura como compañera de piso. El desasosiego como comida del día.Se consume poco a poco, hace semanas que dejó de comer, dejó de dormir. Ninguna actividad, la nada. Un mundo reducido a recorrer mentalmente todos y cada uno de los momentos que lo tuvo cerca, a analizar cada uno de los movimientos observados, a destripar cada una de las palabra dichas. Una completa locura. ¿Momentos reales o momentos imaginados? Ya no sabe distinguir lo vivido de lo soñado. El descontrol instalado en su ordenada vida.¿Dónde está?, ¿Qué estará haciendo? ¿Cómo puede no tener ganas de saber? ¿Por qué no llama? ¿Le llamo?Llega la crisis colocándola en un feo brete, el llanto descontrolado estalla. Suena el teléfono, un salto, mira la pantalla, no, no es él. No contesta, no quiere dar explicaciones. Esto es el fin. Se desintegra mientras escucha una y otra vez ese disco cien veces puesto, cien veces escuchado, cien veces llorado. Esa otra vida, la de él, ¿dónde encajarla?, no forma parte de la suya. Una vida paralela que la consume. El desastre instalado en mayúsculas en su vida. Sólo son las 11 de la mañana del sábado. Una eternidad a medio camino.
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