Después de mil vueltas en la cama se levantó. A su lado un cuerpo dormido que respira profundamente y aparentemente lejano. Una mirada rápida que confirme que seguirá durmiendo al menos por unos instantes más. Esos momentos, los que transcurren cuando empieza a despuntar el día, son suyos, sólo suyos. Abre la puerta del balcón, hace frio, el sol tardará en salir y el aire llega terriblemente trágico. El invierno se acerca. Los codos en la barandilla, en la mano un cigarrillo, el frio de la forja se instala en sus brazos y poco a poco se expande por todo el cuerpo provocando un involuntario estremecimiento, vive. ¿Cuántas veces ha visto salir el sol desde este mismo lugar? Demasiadas. No recuerda en qué momento dejó de desear amanecer con sus brazos alrededor de aquel cuerpo que ahora reposa tras una puerta a escasos metros. Una puerta que materializa la separación de dos mundos. ¿Y la felicidad?, la felicidad se ha convertido en no querer nada en especial; en que ese no querer no duela a nadie; en no despreciar nada; en dejar que todo fluya, en vivir pensando en el minuto presente. No hay pasado. No se puede recrear el futuro, los dos lo conocen de antemano. Exprimir cada segundo como si fuera el último, pero no más allá. Sólo un segundo, ni una décima más. Traspasar ese pequeño lapso de tiempo sería el fin del equilibrio impuesto, no se lo pueden permitir, ya no. Al fondo, el sollozo de un niño.
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