lunes, 5 de octubre de 2009

VOUYERISMO CONTEMPLATIVO




Las cosas que vivimos desde niños nos dejan una huella indeleble y así me pasa con mi afición a los tejados y a las ventanas con vistas. Recuerdo que en casa, siendo pequeña, nos instalaron una mesa para estudiar frente a la ventana que teníamos en un dormitorio compartido por algunas de mis hermanas. La intención era distribuirnos por aquella casa para conseguir que el montón de niños que allí se concentraba estudiáramos algo sin acabar atizándonos sin remedio unos a otros.

Tuve suerte y siempre me enviaron a la mesa de la ventana. Mi natural contemplativo y una tendencia innata a encantarme con cualquier cosa, conllevaron que pasara muchas horas sentada frente aquel ventanal desde el que podía ver la azotea del edificio de enfrente y, al fondo, la línea del mar. El mar mediterráneo. Siempre me parecía increíble poder ver el mar con lo lejos que estábamos de la playa. En ocasiones, me subía a una silla para poder ver si, como decía mi padre, desde allí se veía Mallorca. Estas escaladas terminaron el día que mi madre me vio sobre una silla apoyando la rodilla en el marco de una ventana abierta. El sopapo recibido fue mayúsculo, y no se me ocurrió volver a subirme, al menos mientras ella estaba por casa. Hoy debo confesar que muchas otras veces lo hice mientras mi hermana pequeña vigilaba desde la puerta que no viniera nadie. A cambio de estas vigilancias tenía que explicarle si los mallorquines, que se suponía debía ver, eran negros o amarillos. Me inventé animaladas mil que aún hoy, desde la distancia, me recuerda y cuenta a sus hijos.
Con el tiempo, mis mayores decidieron sacarme de aquella ventana y sentarme a hacer los deberes frente a la puerta de la terraza, al menos no corría el riesgo de caerme por la ventana que daba al patio de vecinos. Pero la afición contemplativa no descendió, bien al contrario, desde ahí, las tardes de invierno, cuando a las siete de la tarde ya eran de noche podía ver como se iluminaba el parque de atracciones del Tibidabo y me alucinaba poder ver la noria desde lo lejos que estábamos.
Debo decir que gracias a estos traslados dentro de aquella casa, mis mayores consiguieron aficionarme al vouyerismo contemplativo, y hoy en día no es extraño encontrarme sentada en el tejado de mi casa, en el balcón de mi despacho o frente a la ventana mirando hacia el fondo, esperando ver si los mallorquines son negros o amarillos.



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