Cuando uno decide hacer algo, algo importante para su vida (con independencia que para el resto del mundo lo sea o no), debe confiar ciegamente, sin dudar un instante, en la decisión tomada. Puede que a los ojos ajenos uno se haya convertido en un loco, en un temerario o incluso en un próximo fracasado, pero lo fundamental es creer en uno mismo, en la propia valía. Hoy, mientras volvía en el autobús, escuchando "Muerte en Venecia" de Mahler, recordaba algo que, hace algún tiempo, escribió Agota Kristof, algo que precisamente habla de la confianza en uno mismo.
Llego a casa y sigue sonando la muerte, que de muerte no tiene nada, sino todo lo contrario, y busco, como si me fuera la vida en ello, el párrafo recordado. Lo leo, dos veces, y me repito mentalmente: aprender y seguir aprendiendo. Nada es sabido y todo está siempre por redescubrir. Esa es precisamente la postura que se debe adoptar, creer en lo que uno vale y no amedrentarse ante nada y ante nadie.
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“El día que lo llevo al correo, anuncio a mi hija mayor:
−He acabado mi novela
Ella me dice:
−¿Sí? ¿Y crees que alguien va a editarla?
Le digo:
−Sí, desde luego.
Efectivamente, no tengo ninguna duda. Tengo la convicción, la certidumbre, de que mi novela es una buena novela y de que será publicada sin problemas. Así pues, me siento más sorprendida que decepcionada cuando, después de cuatro o cinco semanas, mi manuscrito regresa de Gallimard, y después de Grasset, acompañado por una carta de rechazo educada e impersonal. Me digo a mí misma que tengo que ponerme a buscar direcciones de otros editores cuando, una tarde de noviembre, recibo una llamada telefónica. Guilles Carpentier, de Éditions du Seuil. Me dice que acaba de leer mi manuscrito y que hace años que no leía algo tan bello. Me dice que lo ha leído por segunda vez y que piensa publicarlo. Pero para ello es preciso que obtenga el visto bueno de varias personas. Me volverá a llamar pasadas unas semanas. Una semana después me telefonea diciendo: “preparo su contrato…”
Tres años más tarde, me paseo por las calles de Berlín con mi traductora, Erika Tophoven. Nos detenemos delante de las librerías. En los escaparates, mi segunda novela. En mi casa, en una estantería, El Gran Cuaderno, traducido a dieciocho idiomas.
En Berlín, por la noche, tenemos una velada de lectura. La gente viene a verme, para escucharme, para preguntarme cosas. Sobre mis libros, sobre mi vida, sobre mi trayectoria como escritora. He aquí la respuesta a la pregunta: uno se hace escritor escribiendo con paciencia y obstinación, sin perder nunca la fe en lo que escribe.”
Sin pausa , sin prisa, con tesón y confianza en nuestra fuerza de voluntad, se puede "Ser"....
ResponderEliminarAprender siempre se aprende.
ResponderEliminarLo importante es no perder la capacidad del aprendizaje.
Decía Doris Lessing que no escasea la inteligencia, sino la constancia.
ResponderEliminarAprender y seguir aprendiendo... Creer en lo que uno vale...
ResponderEliminarQué bien suena Anita, me gusta mucho.
¿Dónde se pone el acento en Agota, por cierto? Gracias.
Gracias Montse.
ResponderEliminarYo en estos momentos pondría "agotá", pero creo que es lo mismo.
:)
Pues si no vas contarlo donde Muñoz Molina, cuéntalo aquí, que mola más.
ResponderEliminarAquí sí. Allí no.
ResponderEliminarSoy todo ojos...
ResponderEliminarSerá otro día...
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