viernes, 25 de junio de 2010

INFORTUNIOS Y VERDADES


La madrugada del jueves me acostaba, tras una velada encantadora, con la noticia del mortal accidente en Castelldefels (un tren Alaris que traviesa el corredor del Mediterráneo se llevó por delante a las treinta personas que cruzaban las vías para alcanzar la fiesta de Sant Joan que se celebraba en la arena de la playa, a no más de 200 metros del lugar del accidente). Una desgracia. Lo primero que hice por la mañana fue telefonear a una persona amiga. Me temía que la verbena con sus hijos, amigos y familia, se hubiera transformado en una noche de muestreo e identificación de una nueva desgracia. Le tocó. No le localicé hasta muchísimas horas más tarde, las ocho de la tarde. Andaba chocado.
Esta mañana, por aquello de la compañía buscada, me he acercado a su lugar de trabajo. Luce unas ojeras espectaculares y la tristeza grabada, de nuevo, en una cara que, en los últimos veinticinco años, lleva visto demasiado. Pero es lo que nos toca, a cada uno lo nuestro. Veinte minutos para un café y vuelta a empezar. Nos despedimos con un abrazo. Mientras camino entre los altísimos edificios que me rodean, voy pensando en lo incomprensible del accidente de la noche del miércoles.
Hoy sólo podemos compartir la tristeza de aquellos que han perdido a sus familiares y amigos. Todos increíblemente jóvenes. Unos chicos y chicas que, con toda seguridad, sólo buscaban divertirse en la noche más corta del año. Una noche en la que los chicos fraguan historias de amor que duran lo que dura el verano, donde se jura amistad hasta la eternidad y donde todo parece posible a la luz de las hogueras. Los que fallecieron el miércoles, y los que probablemente lo harán antes de lo que les correspondía por naturaleza a consecuencia del accidente, seguramente, en esas andaban. La luz de las hogueras festivas se convirtió en la de un infierno improvisado. Un verdadero infortunio.
Pero, no debemos dejar que la conmoción del momento nos haga perder el norte. Las desgracias, por muy impactantes que sean, por mucho que nos dejen traspuestos por la crudeza de unos resultados brutales, no pueden llevarnos a pedir responsabilidades donde no las hay.
No hay consuelo para las familias, para los amigos que hoy intentan recomponerse el mundo desde las ausencias de vidas brutalmente arrancadas. Morir joven es una desventura, no debería ocurrir nunca, pero ocurre. En este caso, la responsabilidad de este resultado mortal no se puede imputar a nadie más que a los que, buscando encontrar la inmediatez de ese mundo vital que les esperaba a doscientos metros de las vías, encontraron la muerte.
Buscar errores, es sencillo, podemos encontrar mil. Sin embargo, asumir la responsabilidad de los que han perdido la vida puede atravesársenos en el estómago. Pero las cosas no son de otro modo, son así, por poco que nos guste.
Me consta que además de los familiares, amigos, etc. de los fallecidos y heridos, hay una persona y su familia, a la que la noche del miércoles también les ha cambiado la vida. Todavía piensa que lo sufrido es un mal sueño; que cuando cruzó el apeadero a 139 kilómetros por hora, las vías estaban como debían estar, esperando que él pasara sin más. Ojalá alguien se acuerde del que, en solitario y contestando mil preguntas, sufre por una responsabilidad que no tiene.
Y a mi amigo, ánimo.

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