

Abro la nevera y sé lo que encontraré. La llené yo. Fui al supermercado con una lista que confeccioné a base de preguntar ¿Qué te parece si está semana preparamos menestra de verduras? ¿Prefieres que cojamos yogures y flanes o solo yogures? ¿Qué tal si compramos algo de pescado y congelamos la mitad para tener entre semana? Son preguntas que no me sirven de mucho. El menú está pensado y escrito de antemano. Pero sé que esa elección trucada sirve para que sienta que decide, aunque no sea así; y que crea que va a comer lo que quiere, lo que le gusta, porque ella así lo desea. Hay algo de manipulación que me escuece y de la que soy consciente.
Casco dos huevos y los bato con energía. Mientras se calienta un poco de aceite, va poniendo la mesa. Lo hacemos a la par, pero poco. El huevo batido se va cuajando y se lo digo. El controversia del día se centra en si es mejor que la pasemos mucho o que la dejemos un poco cruda. Hoy cenará una crema de verduras que hice ayer, después de que, no sin cierta dificultad, pelara la zanahorias que compramos por la mañana. Cenará despacio, porque nunca ha comido deprisa y hablaremos un poco antes de que la cama la llame. Una charla difícil cuando las palabras se esconden en algún lugar de la cabeza del que no quieren salir. La arroparé y le daré un beso en la frente. Mañana será otro día. ¿Quién sabe?
Cascar un huevo, cascarse por dentro.
Empiezo el día con un donut de
azúcar y un café solo. Lo pido a plena consciencia, sabiendo que esta semana
cumplo más años que el atún en lata y que, como muestra de la crueldad del
primer mundo, mi endocrina ha decidido que no hay mejor fecha para enfrentarse
con las cosas de cada uno que fijar la visita médica en el día del cumpleaños.
Mis cosas, tus cosas y las cosas de todos, son un ovillo complejo que se enreda
y que bien merecen un donut, sea de azúcar o de chocolate, si el lío es gordo. Un donut a tiempo siempre nos salva de pegarle
un tirón a la madeja que se cargaría el lío moruno de una manera extraordinariamente
ruda. Enfundarse un donut, que se va
directamente allí donde la espalda pierde el nombre, es un buen antídoto contra
la barbarie primigenia que todos llevamos dentro, pese a los endocrinos.
Desde hacía meses sabía que este fin de semana nos invitaba a comer. Cada vez que pensaba en esa reunión me atacaba una pereza infinita que me impedía cerrar los vuelos que me tenían que llevar hasta allí. A tres días vista, en silencio, aún imploraba una huelga de controladores, un hackeo planetario a las líneas aéreas o algo así, que me diera la excusa definitiva para evitar tener que moverme de mi casa, de la bendición del aire acondicionado y de la cerveza bien fría. A veces, el futuro nos escucha con el oído torcido y, envuelto de una mala leche atroz, me entregó un inesperado y delictivo vaciado de cuenta bancaria. Estaba a cero, sintiéndome idiota mientras le explicaba al policía de turno que fue el banco quien me llamó, que fui yo quien le di unos datos que creí que solo estaban comprobando. Sí, idiota del todo, sin un solo céntimo, con la tarjeta de crédito quemada y con la boca abierta. Puse la denuncia y volví a casa. Me senté en el sofá y abrí la última cerveza de la nevera. Miré el ordenador buscando un correo esperanzador de mi banco que me devolviera algo de solvencia, algo de dignidad. Nada. Había pedido una semi catástrofe, ahora tenía un drama del quince, y el maldito convite recortando por la banda. Pensé en llamar, explicar la causa de mi ausencia, pero decidí esperar a ver si finalmente los controladores se ponían de acuerdo para fastidiar las vacaciones a media humanidad, o a qué los hackers dejarán la red hecha ciscos. Algo catastrófico en lo general para evitar tener que explicar que soy gilipollas en lo particular. Pero las desgracias nunca vienen solas, tras meses de ausencia, de nuevo, llamó la menstruación.
Un ligero viento del sur mece las cortinas. La casa del herrero sigue cerrada a cal y canto. Me alejo caminando por el pinar. Piso las agujas secas que crujen como los huesos de un viejo que se quiebra. El sol empieza a descender y un olor seco a romero y tomillo me distrae, pero por poco tiempo. Al fondo, tras cerro, el mar que se intuye en el rocío ligeramente salado con el que nos regala algunas mañanas. Olvidado, entre las cuatro rocallas que quedan en pie, tu recuerdo desvaído y la permanente sensación de que hay inviernos que no se acaban nunca.
Volvemos al culebrón de cada verano. El título: “Juana Rivas, inasequible al retorcimiento”. Que los adultos destrozan niños es algo que nadie puede negar. Un crimen que muchas veces se lleva a cabo en nombre del interés superior menor cuando, en realidad, lo que menos importa es, precisamente, el bienestar de esa criatura que se encuentra entre el fuego cruzado, a veces solo unidireccional, de un progenitor malvado, en la mayoría de ocasiones, o enfermo en muchas menos de las que se pretende.
La ley ha prohibido hablar de la alienación parental y, por esa ley retorcida y poco anclada a la realidad de los niños, no se puede mentar a la bicha, aunque la bicha sea de tamaño king-size. Llamarle "interferencias parentales" parece que es más aceptable, pero lo cierto es que da igual el nombre que se le quiere dar porque la realidad es que existen progenitores que manipulan a los niños para que rechacen de una manera contundente e injustificada al otro progenitor. Por desgracia, cuando uno de los progenitores ha decidido destrozarle la vida al otro utilizando a los niños, envenenándoles el discurso y las emociones, creando un monstruo donde no existía, configurando falsas memorias en su cabeza, el mayor perjudicado, no es el adulto al que, por otro lado, le desgracian la vida, sino el del propio hijo al que se dice querer proteger de vaya a saber qué. Manipular a un niño es muy sencillo. Su mente y pensamiento se pueden retorcer como un papel de seda, sobre todo cuando quien lo hace es su padre o su madre, que son sus referentes, las personas en las que confía y con las que mantienen una especial vinculación en todos los sentidos. Las consecuencias del maltrato que sufren los niños, a veces tan sibilino que se disfraza de un cuidado feroz, son casi siempre irrecuperables. El tiempo y el hostigamiento psíquico y emocional sobre estos niños que son extremadamente vulnerables, porque los autores de estas prácticas son sus referentes, nos devuelven, con los años, adultos emocional y psicológicamente tocados. El culebrón de Juana Rivas es, por desgracia, el que viven muchas familias en silencio, sufriendo la lentitud de los Tribunales, las malas prácticas de profesionales que no tiene un ápice de profesionalidad ni de ética y un sistema que mira por con un solo ojo el panorama que sufren muchos niños y niñas a los que, como sociedad, les estamos fallando.
Lo mismo ocurre con el concepto de violencia vicaria, que parece haber sido adoptado como una de las formas de violencia de género cuando la realidad es que debería dar igual si el autor es el padre o la madre, porque el medio para causarle un enorme e insoportable dolor al otro progenitor es el propio hijo que, en manos de un progenitor perverso, es utilizado como instrumento para dañar. En estos casos las víctimas son dos: el hijo, de manera directa; y el progenitor, de manera indirecta.
Cuando uno piensa en la finalidad de las normas, no es fácil de entender el trato desigual a situaciones parejas cuando hablamos de proteger a los menores.
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Cuando tienes un hijo, tu vida es suya; suya para siempre. Cuando tienes padres ancianos, se invierte la cuestión, tu vida deja de ser tuya para ser suya; suya para siempre mientras vivan. En definitiva, aprender a cuidar y desaprender lo aprendido.
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Mi obsesión de este verano son
los berberechos y el Bitter-Kas, muy frío y con dos hielos. Una obsesión
sencilla, sin pretensiones, que no hace daño a nadie más que a mi bolsillo,
porque, al final, a los buenos berberechos poco les
falta para cotizar en bolsa.
¿Qué habrá sido de “El punto”? La Roig se ríe desde la tumba y casi la oigo mascullar: “Nena, los puntos se los
traga un agujero negro y te los regurgita cuando le da la gana”.
Después de tantos años, vuelvo a quedarme sola en esta casa que conozco al dedillo porque durante algún tiempo viví en ella. Ahora es mía, en una no sé qué -ava parte de un total que no se puede partir en modo alguno. No se levantan muros en los recuerdos de una vida, ni en un piso como este. Me doy un par de vueltas y entro en los dormitorios. Todo se me hace viejo y un poco distante. Abro los armarios sin intención de nada. Una bocanada de calor me empuja hacia atrás y me entran unas ganas atroces de salir corriendo y lo hago. El asfalto está que arde y no hay piedad climática que valga, pero me siento en la primera terraza que encuentro, aunque hace un calor de muerte, porque no quiero entrar en el local y descubrir que el aire acondicionado no funciona, o que está tan bajo que podría calentar un vaso de leche si lo dejo sobre el mostrador. Pido una Coca-Cola con hielo, mientras empujo las gafas de sol por el puente de la nariz hasta colocarlas de nuevo en su sitio. Sudo como una perra, pienso. Pero sé que no es cierto, más que nada, porque los perros no sudan, ni beben refrescos de cola. Anoto en un papel que tengo que llamar a la inmobiliaria y, tal cual lo guardo, sé que va a desaparecer entre toda la quincalla que llevo en el bolso y que no volveré a acordarme de la llamada hasta que lleguen las tormentas de final de verano y alguien me recuerde que las goteras también existen.
Si hubiera que repetir algo, repetiría aquel verano en el que de una manera casual la vida dio un brinco y, en lo que fue una pirueta un tanto absurda, el corazón empezó a bombear con una fuerza extraña que con el tiempo se transformó en una pasmosa calma que sorprendía. Los días amanecían más claros de lo habitual y el bochorno, tan sofocante entonces como ahora, se diluía como un cubito de hielo en un café caliente. Los sofocos eran lo normal, pero no importaba, algo había cambiado y todos lo sabíamos. Un sol cegador y la ceguera de la dopamina. Por un instante todo aquello fue otra vida. Un respiro que el invierno convirtió en hielo y que nos dejó a todos la sensación de que los mundos paralelos existen, aunque temamos admitirlos. No pasa nada, fue lo más repetido durante semanas, aunque sí que pasó. Una esquirla de nostalgia se quedó clavada y desde entonces al sacudir la cabeza un ligero tintineo se escapa por el oído.
Morena, ¿Quieres un Aquarius? La pregunta me la lanza el camarero desde la barra. Confirmo con un gesto de la cabeza y al segundo lo tengo en la mesa. Le pido un par de cubitos y que me guarde un trozo de empanada para la cena. La melancolía también tiene hambre.
He puesto la radio, como todos los días. Las noticias huelen tan mal como la ideología que lo imprime todo. Hay que ser muy imbécil para creer que alguien es intocable. Y hay que ser rematadamente bobo para defender al indefendible capo de la mafia institucional. Porque la corrupción es corrupción, venga de donde venga y cuando uno está al mando no cabe excusarse en el desconocimiento, porque entonces es un inútil y un negligente o es, simplemente, un tremendo cínico mentiroso. La actualidad explica muchas decisiones adoptadas en el pasado, que juraron y perjuraron que no se iban a adoptar jamás. La mierda con mierda se paga. La ambición es poderosa y cuando se tuerce puede llevar fácilmente a la corrupción. Apenas sabemos nada. Nos esperan días de mala gloria. Aún hoy, sabiendo lo que se sabe, hay quien defiende a quien está arrasando el Estado de derecho, a quien está imponiendo un totalitarismo administrativo que convierte al ciudadano en súbdito; a quien no duda en mantenerse en el poder pese a que tiene la alfombra hecha un cisco. La mierda es mierda, venga de quien venga y hasta que no tengamos claro no hay nada que hacer. Defender lo indefendible, debería ponernos en guardia frente a quien lo hace.
No hace tanto tiempo mi vida no
era esta, era otra. Los días pasaban sin grandes pesos. Fotografiaba, leía,
preparaba unas cenas estupendas durante las que bebíamos vino y nos tapábamos con
mantas que tejía en las horas muertas mientras esperábamos al amanecer. Las
horas eran insignificantes porque, una tras otra, nos mantenían en una
ensoñación permanente, que rozaba la enajenación. No teníamos nada, pero no
importaba. Si algo iba mal, hacíamos como que no existía y durante un tiempo,
realmente, dejaba de existir.
Pero en algún momento se jodió todo
aquello y tuve una hija. Ahora vive conmigo, solo conmigo, porque la vida de
aficionada a la nada y el ensimismamiento suicida se fueron al garete cuando ya
no era solo yo, ni siquiera él, sino la boquita diminuta que se abrían de forma
incesante y nos absorbían hasta dejarnos extenuados.
Ya no tenemos nada que decir. El
delirio gira al compás del tambor de la lavadora y del silencio.
Parón obligado. Paso por el taller de chapa y pintura, porque no hacerlo no era una opción. Así que más vale poner al tiempo buena cara y aprovechar este tiempo regalado que, entre modorra y modorra, da para ver algunas películas a modo de comprimido facilitador de la anestesia mental. Y en esta deriva diletante y dolorida, una primaveral tarde de mayo, se me ocurre, empezar a ver “El secreto del orfebre”. Me duermo pronto, muy pronto, cuando el orfebre anda de jovenzuelo por un pueblo de no sé donde, y me despierto cuando el tipo, aún no sé cómo, ha dado un salto en el tiempo, y ya no sé si es su padre, su tío o el primo el que se perdió entre las viñas de una campiña monísima. Me duermo otra vez, y no de manera intencionada. Me despierto de nuevo, no sé cuanto tiempo después, pero la película ya ha terminado e ignoro si el tipo que viaja por el tiempo se reencuentra con la madurita a la que pretendía cuando era joven, y que lo llevaba a maltraer. La película es un ladrillo monumental que me ha dejado noqueada. Pero no hay mal que por bien no venga y no hay que desdeñar una de las bondades a las que se puede extraer de infumable ladrillo que protagonizan Mario Casas y Michelle Jenner. La película es, en sí misma, una eficaz adormidera que nada tiene que envidiar a la melatonina en cápsulas o a la más potente de las valerianas.
No sé si alguna vez llegamos a hablar de lo que implicaba reconocer que lo que hasta entonces habíamos creído era una vida de complicación, en realidad, no era más que un ensayo sobre lo que vendría después. Ayer nos volvimos a ver, y tu complicación, tan similar a la mía, se refleja en ese cabello que, ahora ya, es de un plata indefinido. Tan indefinido como la distancia que siempre mantuvimos a modo de frontera. No eres un secreto; al revés ocurre lo mismo. No soy un secreto Nos despedimos con un gesto de la cabeza, tú a lo tuyo, yo a lo mío. Y en mitad de ese desierto que es la complicación, una gota de humedad nos devuelve la vida.
Me viene a la boca un «joder» que no quiero. Un «joder» que me deja exhausta porque lo empujo hacia dentro, hacia al fondo, hasta lo más hondo de mí, esperando que se disuelva, aunque lo más probable es que salga en forma de un horrible ardor de estómago, que lo haga más obstinado, más presente y mucho más traicionero.
Y te veo de nuevo, en un reflejo extraño que me recuerda lo efímero
que es todo y que no hay antiácidos suficientes para soportar que un día complicado
es un nubarrón inmenso que se clava en la boca del estómago hasta hacerte
desfallecer.
La falta de puntualidad es una plaga. Da igual el sector del que se hable. En este sentido, todo funciona catastroficamente y sin que nadie se sonroje por ello. Consigues una cita (para lo que sea), te asignan una hora, (la que sea, pese a que a ti te venga fatal), y olvídate de hacer planes porque aunque tienes una hora agendada, incluso una franja horaria para más inri, puedes tener la completa seguridad que no se hará en hora porque ese tiempo que sigue a la hora concertada ya ha sido secuestrado por la mala costumbre de este país de no valorar el tiempo de los demás. Da igual que se trate de una visita médica, que de una gestión ante la administración; que la celebración de un juicio; que la reserva para la entrega de paquetería, o de que el técnico tenga que venir para reparar cualquier cosa urgente. Da igual, nunca será a la hora indicada y puedes dar por anquiliada tu propia agenda porque estarás al albur de la voluntad (buena o mala), del que te tenga que atende y de su regulera gestión del tiempo. No es algo anecdótico, ni accidental, es la instaurada mala costumbre de este país. Si nos dieran un par de euros por cada hora que perdemos en esperas innecesarias, los ciudadanos de este país seríamos multimillonarios. Producto de la desesperación por las dos horas de espera que llevo, hago una broma fácil mientras me cisco en la mala organización, en la informalidad del personal y en la continuada falta de respeto por el tiempo de los demás. Mientras, sigo esperando.