Ha llegado el frio. Abandonarse a la nada es tan sencillo. No hay excusas para no seguir con la vida de siempre, la elegida. Si espera que algo cambie, algo debería hacer y si no lo hace, no tiene derecho a quejarse, así de sencillo. Es fácil. Hoy nada va a cambiar, mañana tampoco, tal vez nunca. No vale la pena seguir pensando en ello, hacerlo sólo lleva a sentirse mal, y eso terminó, es un padecimiento inútil. La única manera de no sentirse así es no pensar. Para ello, ha encontrado el método perfecto, concentrarse en todos y cada uno de los movimientos que hace, hasta en los más pequeños e insignificantes. Haciéndolo así, consigue que cada gesto lo llene todo. No hay espacio para nada más. De esa manera, el tiempo pasa sin crear grandes conflictos.
Se cuelga un bolso enorme al hombro, lo acomoda cuidadosamente para que la cinta quede perfectamente apoyada sobre el lado derecho, en bandolera. El peso reposa sobre el costado izquierdo, sobre la cadera. Se mira en el espejo, recoloca los pendientes. Ladea la cabeza buscando el reflejo adecuado de su rostro, fija un mechón con un horquilla. Sí, ha conseguido que transcurran cinco minutos sin pensar en nada.
Sale a la calle, un golpe de aire gélido le azota la cara. Agacha la cabeza dirigiendo su mirada al suelo y empieza a caminar despacio, pasos pequeños, poco a poco, primero un pie, apoyándolo completamente en el suelo antes de levantar su par para avanzar a pequeños impulsos. Calza deportivas, no ha sido una buena decisión, hace frio y la lona no proporciona más que unos milímetros de cobertura. Unos vaqueros viejos, un abrigo cualquiera y una larguísima bufanda la envuelve buscando el abrigo que ya nada le proporciona.
Primera parada, un café, mira el reloj y sonríe, media hora transcurrida desde que dejó de pensar y sigue sin hacerlo. Llega la taza de café humeante y espera a que se enfríe, no tiene prisa, sólo debe esperar a que el tiempo transcurra poco a poco. Mientras, contempla como las luces navideñas del local de la acera de enfrente parpadean incansablemente. Pasan del rojo, al azul, al verde, así una y otra vez. La curiosa cadencia por poco le estropea su propósito, un pensamiento empieza a asomarse. Lo detiene antes de que llegue a construirse en su cabeza. Concentrarse en los gestos menudos. Coge el sobre de azúcar, lo abre cuidadosamente, rasgándolo sólo por la esquina derecha, lo vierte con cuidado en la taza y remueve siguiendo el sentido contrario a las agujas del reloj, una vieja costumbre. Saca un cuaderno, no va a anotar nada. Para anotar, tendría que pensar y eso ya no es posible. Lee lo último que escribió, curiosidad, simple curiosidad y lo guarda de nuevo, con celo, es lo último que le queda. Deja unas monedas sobre la mesa y sale de nuevo a la calle.
Un giro a la derecha y llega a la avenida, el aire le golpea de nuevo pero ya no puede dejar de mirar, tiene al frente la visión de la ladera de la montaña totalmente iluminada. Una fotografía perfecta. Un recuerdo que vuelve y que golpea como un mazazo. Acaba de perder en su juego. Su estrategia, un fracaso más. Un pensamiento se escapa, y es que la vida, a veces, es una mierda.
Se cuelga un bolso enorme al hombro, lo acomoda cuidadosamente para que la cinta quede perfectamente apoyada sobre el lado derecho, en bandolera. El peso reposa sobre el costado izquierdo, sobre la cadera. Se mira en el espejo, recoloca los pendientes. Ladea la cabeza buscando el reflejo adecuado de su rostro, fija un mechón con un horquilla. Sí, ha conseguido que transcurran cinco minutos sin pensar en nada.
Sale a la calle, un golpe de aire gélido le azota la cara. Agacha la cabeza dirigiendo su mirada al suelo y empieza a caminar despacio, pasos pequeños, poco a poco, primero un pie, apoyándolo completamente en el suelo antes de levantar su par para avanzar a pequeños impulsos. Calza deportivas, no ha sido una buena decisión, hace frio y la lona no proporciona más que unos milímetros de cobertura. Unos vaqueros viejos, un abrigo cualquiera y una larguísima bufanda la envuelve buscando el abrigo que ya nada le proporciona.
Primera parada, un café, mira el reloj y sonríe, media hora transcurrida desde que dejó de pensar y sigue sin hacerlo. Llega la taza de café humeante y espera a que se enfríe, no tiene prisa, sólo debe esperar a que el tiempo transcurra poco a poco. Mientras, contempla como las luces navideñas del local de la acera de enfrente parpadean incansablemente. Pasan del rojo, al azul, al verde, así una y otra vez. La curiosa cadencia por poco le estropea su propósito, un pensamiento empieza a asomarse. Lo detiene antes de que llegue a construirse en su cabeza. Concentrarse en los gestos menudos. Coge el sobre de azúcar, lo abre cuidadosamente, rasgándolo sólo por la esquina derecha, lo vierte con cuidado en la taza y remueve siguiendo el sentido contrario a las agujas del reloj, una vieja costumbre. Saca un cuaderno, no va a anotar nada. Para anotar, tendría que pensar y eso ya no es posible. Lee lo último que escribió, curiosidad, simple curiosidad y lo guarda de nuevo, con celo, es lo último que le queda. Deja unas monedas sobre la mesa y sale de nuevo a la calle.
Un giro a la derecha y llega a la avenida, el aire le golpea de nuevo pero ya no puede dejar de mirar, tiene al frente la visión de la ladera de la montaña totalmente iluminada. Una fotografía perfecta. Un recuerdo que vuelve y que golpea como un mazazo. Acaba de perder en su juego. Su estrategia, un fracaso más. Un pensamiento se escapa, y es que la vida, a veces, es una mierda.
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