Pienso en la química. Últimamente es recurrente la palabra “química”. Todo es culpa o gracias a la “química”, a la combinación de sustancias con nombres extraños que yo no llego a comprender. No lo entiendo y no me interesa. En estos temas prefiero vivir en una total ignorancia y pensar que las cosas que siento, las emociones que me llenan, las cosas que pienso, no son producto del combinado que se fragua en mi coctelera cerebral, sino de algo más elaborado y mucho más alejado de lo racional que la mixtura de extrañas materias. Prefiero pensar en la magia, en lo inexplicable de algunas coincidencias, en las empatías, en las filias, en las fobias y en la descarga eléctrica que sentimos, para bien o para mal, en determinadas ocasiones.
Contra el argumento de la “química”, como motor del todo que un querido amigo me blandía ayer, sólo puedo esgrimir la eterna pregunta: pero ¿qué fue lo primero, el huevo o la gallina?, ¿Es la química la que provoca determinadas emociones, pensamientos, reacciones, etc.?, o por el contrario, ¿son precisamente todas esas cosas las que generan el movimiento de las sustancias químicas? Ahí nos quedamos, y decidimos firmar un empate técnico, el mío en base a que no tenía razonado lo que en ese momento decía, y el suyo porque lo defendía a través de teléfono móvil y prefería hacerlo frente a una taza de café. En eso es un tramposo, sabe que en las distancias cortas me puede ganar por goleada, tiene un discurso inagotable.
Pero hoy, he seguido dándole vueltas a lo mismo: la maldita química. Y sigue sin gustarme nada el pensar que son esas sustancias las que nos gobiernan, las que mueven el mundo porque si es así, por simple compensación de sustancias, podríamos terminar con nuestra forma de ser, de pensar, con nuestros sentimientos, nuestras emociones y, que yo sepa, eso no pasa, con mezclitas indeseadas. Porque los sentimientos, los pensamientos, las emociones, cuando uno no está enfermo o no son producto de algún “taramiento mental” transitorio, no desaparecen a golpe de “pastillazos”. Si así fuera, sería muy sencillo, bastaría con irse al médico o al farmacéutico y contarle que uno se muere de amor, o de tristeza o de euforia, o de asco y el diagnostico sería fácil: Descompensación de la “hormona gelita” y segregación en exceso de testosterona, o de dopamina, o de oxitocina o cualquiera de esas cosas que se ha ido al garete, y el tratamiento a prescribir, sabido de antemano: ingesta de unas dosis de pastillas rositas, verdes y violetas, a razón de 1-0-2.
Pero para mí que las cosas no son así, o tal vez sí, pero a mí no me interesa. Prefiero vivir en la ignorancia y en la estúpida creencia de que los humanos somos individualmente especiales y que además de la química, la física o lo que sea, tenemos un “cuadro de mandos” interior, invisible, único, un código emocional concreto grabado como si de nuestro ADN se tratara, que nos hace sentir, pensar, emocionarnos de una particular manera a cada uno, algo absolutamente inexplicable para la química que a fin de cuentas todos tenemos dentro, incluso los bichos más raros.
Si, hay algo más ¡¡
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