Tengo a Berta instalada en casa, en la suya hay obras. Ha llegado con una libreta en la mano con los últimos conflictos que tuvimos conviviendo, de eso hace mil años, pero dice que lo hace para que no se vuelvan a producir. Empiezo a pensar que es rencorosa. Oírlos da pavor. Dice que necesitamos una convivencia pacífica pues su estado mental, frágil en este momento, no le permite afrentas caseras.
Lo primero que pide: congraciarnos con la vida doméstica. De normal no tengo tiempo para nada así que, si puedo, demoro al máximo lo de liarme con las cosas de casa. Pero hoy, mientras tomábamos un café, de pie en la cocina, releyendo el listado de los conflictos, hemos visto pasar despavorido al gato. Cautelosamente nos hemos asomado al salón y una gran borla de pelusa, que le iba a la zaga, nos ha saludado como si fuera la reencarnación de alguna antigua Deidad. Quizá sí que ha llegado el momento de las domesticidades.
Así que, reparto de funciones. Tú te quedas, barres y rescatas al gato y yo voy a hacer la compra y prepararé la comida. Debo reconocer que Berta no anda muy conforme con el reparto, pero no puedo evitarlo, me pirro por los supermercados y ella, que anda con quejosa con el mundo, no está en su mejor momento para discutir con la cajera o la tendera.
He recorrido estantes y pasillos carrito en mano. Una orgía de luz y de color. Siempre me pregunto si las empresas de alimentos se ponen de acuerdo a la hora de escoger el color y la forma de los envases. Miro los botes de tomate, todos iguales, alineados, con un tomate dibujado, fotografiado, pintado y en el centro de todos ellos la palabra “Tomate”. Un dechado de imaginación, vamos. Sigo por los pasillos y llego a los estantes donde en precisas montañas se apilan, huevos y más huevos. Siempre pensé que las tallas eran para la ropa y por eso me causó una fuerte impresión descubrir la existencia de huevos XL. Podría seguir así unas cuantas horas porque los productos son miles y mis horas en el supermercado casi rozan algún tipo de record del Libro de los Guiness.
Una mañana deliciosa. De vuelta, dejo sobre el mármol dos puerros, un calabacín, medio kilo de patatas blancas, un pollo, dos latas de atún, un paquete de macarrones, un bote de lentejas, unos huevos talla M (a mí me va más lo discretito), dos botes de tomate frito, una bandeja de carne picada, una bolsa de gnocchi, un paquete de ensaladilla rusa, seis botellas de vino, cuatro paquetes de pipas con sal y seis paquetes de palomitas para el microondas.
Berta me mira con recelo. Mi compra ha durado más de lo habitual. Se queja que el gato se ha encaramado sobre el armario de la cocina, que lleva maullando a la lámpara desde hace más de dos horas y que cree ha quedado estupefacto por el golpe que la última borla de pelusa le arreó.
Intento introducir el buen rollo así que prometo a Berta que voy a cocinar para toda la semana, para que tenga comidita que llevarse en esa maletita refrigeradora que le trajeron los Reyes Magos.
Empieza el ritual, me siento ya como la mejor de las Chefs. Colocarse el delantal, a falta de gorro de cocinero una gorra de los Yankees, dos trapos de cocina, una copa de vino y una espátula de madera en cada mano. Si esto es la guerra que no venga la paz.
Tres horas después tengo, un puchero con lentejas, una fuente con macarrones a la boloñesa, dos litros de crema de calabacín y varias cosas más.
Ahora sólo falta envasarlo todo, colocarlo sistemáticamente en tarritos para que nos dure para toda la semana y Berta no se enfade por lo mal que comemos.
Dice que las palomitas, las pipas y la coca-cola no es cena decente para dos Señoras en edad de merecer (pienso en lo de merecer y me da miedo, ¿Qué más nos merecemos?).
Abro el armario, ese donde el gato sigue instalado, y siento como sobre mi caen cientos de tupperwares de todas las formas, colores y tamaños, mientras rebotan contra el mármol, repican sobre los exquisitos manjares preparados y terminan todos entre el suelo y la fregadera.
La vida no es justa. El último “conflicto” del listado de Berta:acotar la invasión de fiambreras de plástico que en los últimos meses han ido tomando la cocina de mi casa, como si estuviera gestando una invasión mundial a base de tupperwares.
Sin viandas andamos por culpa del desastre. Suerte de mi talante previsor porque aún disponemos de las palomitas, las pipas, las botellas de vino y de la compañía de un gato que, a estas horas, se está poniendo ciego a ghoccis con lentejas, todo ello regado con una deliciosa crema de calabacín.
Necesitamos 24 horas y las seis botellas de vino para reponernos del espanto.
Danza Invisible -
Y tú dices que LA VIDA ES UN SUSURRO.... joé, si no llega a ser
ResponderEliminar