Me repite que camine despacio y no me gire. Tengo tanto miedo que no podría hacerlo aunque quisiera. No sé por qué anda tan pegado a mi espalda, debe creer que saldré corriendo si deja que el aire pase entre los dos pero, en estos momentos, apenas soy capaz de avanzar un pie. Me estoy paralizando. Oigo una respiración entrecortada, ya no sé si es la mía o la suya, sólo sé que tengo el corazón clavado a medio camino del esófago y que un reflujo amargo empieza a invadirme. La muerte debe saber así.
No tengo que girarme, no debo correr, no debo hablar. Me fallan las piernas, pienso que parecen un peso muerto. Tiene gracia, es como un chiste fácil. Entrelazo los dedos unos con otros para controlar el temblor de las manos y tener un pequeño gesto de entereza conmigo. Nunca he rezado y ahora sólo me conforta este gesto, no tengo nada más. No recuerdo si le besé antes de salir de casa.
No respira, igual se ha ido. No sé que hace, no puedo verlo, no quiero verlo.
Un escozor en la nuca, no siento dolor, va a empezar a llover. Creo que no le dije que comprara el pan cuando salí de casa. Mis rodillas chocan contra la acera, mis brazos no me sostienen y mi cabeza golpea las baldosas dejando un reguero de vida que ya se he me ha escapado.
Stefano Bollani -
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