En el último año hemos vivido momentos
terribles pero hemos aprendido muy poco. Aun así, como sociedad, hemos sido incapaces de dar la vuelta a la polarización
en la que nos hemos visto empujados casi sin darnos cuenta. Seguimos viviendo en mitad de un
estercolero y lo hacemos de una manera mansa. La ideología lo ha llenado todo y ya no importa si las cosas están
bien o mal. Todo eso ya da igual. En estos tiempos que corren lo importante es
colocar al sujeto activo del hecho a un lado o al otro de esa línea invisible que
algunos trazaron para dividir sin tener en cuenta que el punto de mira debe de
centrarse en aquel que sufre las consecuencias de un acto. Son los hechos los
que importan, son las víctimas sobre las que hay que colocar el foco que
amplifica. Pero la ideología ha arrasado la igualdad dejándola como un campo
yermo en el que ya no es posible arar. El debate social, más allá del estás
conmigo o contra mí ya no existe y solo quedan los huesos roídos del discurso
vacío que deja el “estás conmigo o contra mí” y todo lo que se sale de esta
frontera tan difusa que muchas veces marca el propio yo con los anteojos de un
tercero interesado, es solo fanfarria de la mala. El juego de los bandos es
peligroso y mezquino. Mientras escribo esto pienso en las tres criaturas que
estos días atrás han muerto a manos de sus progenitores. Unas a manos de su
padre, la otra a mano de su madre. La muerte violenta de estas niñas es una terrible
desgracia que pone cara a la maldad y la bajeza moral. No hay crimen más repulsivo
que acabar con la vida de los propios hijos.
Pero debemos ser capaces de ver más allá y observar
dónde se coloca la sociedad ante hechos tan dramáticos como éstos. Estos días, las
muestras de bajeza y la falta de catadura moral no han sido pocas. La tecnología
ha servido para amplificar el discurso de aquellos que solo saben vociferar y lanzar
soflamas de las que ni siquiera son capaces de calibrar sus consecuencias. La posibilidad
de un debate, no ya jurídico, sino ético, está perdido, como lo está la consistencia
del recuerdo y la necesidad de bajar el tono. En las últimas semanas, el concepto “violencia
vicaria” está en boca de todo el mundo, desbancando a cualquier otra cuestión, y
olvidamos que la cosa no la hace el nombre. Los hechos, su explicación y sus
consecuencias son las que deberían servir de eje de discusión para buscar la
manera de prevenirlos, para ayudar a reducir su impacto disfuncional. Y eso, sirve para todo.
Pero en mitad de la conmoción
social nos vamos alejando del objetivo final y la sociedad, de una manera
inexplicable, muestra mayor repulsa ante idénticos hechos en función del sexo
de quien los ha llevado a cabo. ¿Es un monstruo la madre que mata a un hijo? ¿Es
un monstruo el padre que mata a un hijo? En ambos casos, y sin hacer supuestos de
laboratorio, la respuesta es la misma, sin lugar a duda lo son. Nada lo
justifica, nada lo explica. Por eso es tan desolador ver el diferente
tratamiento mediático y social que se ha dado a la muerte de una niña en Sant
Joan Despí a manos de su madre, del que ha recibido la muerte de otras dos
niñas a manos de su padre en Tenerife. De la primera apenas sabemos nada; de
las segundas es imposible no tropezar con los datos que, hora a hora, van
apareciendo en los medios de comunicación. Desolador en ambos casos. Tan desolador
como ver que parte de la sociedad ha hecho suyo el discurso ideologizado de los
políticos que intentan sacar rédito del asesinato de unas niñas y son capaces
de dar un distinto tratamiento a la muerte de unas criaturas en función de quién
la ha llevado a cabo. Pero este camino, emprendido a base de empellones de los
que nos gobiernan, va calando entre la ciudadanía que traga sin ser consciente
de lo peligroso de todo ello.
En este caso, como en muchos
otros, es mejor apartarse de la lenguaraz furia de algunos y de sus cámaras de
resonancia y meditar, de una manera sosegada, en qué nos estamos convirtiendo.
La muerte de estas tres niñas pone sobre el tablero una cuestión de una
trascendencia mayúscula: ¿Tenemos niños, vivos o muertos, de primera y de
segunda categoría? No debería, pero la
sociedad parece ser que es lo que demanda. Lo que está pasando con las niñas de
Tenerife y Sant Joan Despí debería hacernos reflexionar sobre este extremo a la
vista de las trascendencia social y mediática que ha tenido uno y otro hecho. ¿Tienen
más derechos unos niños que otros? En estos momentos, los derechos y
oportunidades de los niños, ante idénticos hechos, no son iguales. En estos
momentos, sin que nadie se rasgue las vestiduras, en este país, los niños que quedan
sin padre a manos de su madre no reciben el complemento de la pensión de
orfandad que reciben los niños que se quedan sin madre a manos de su padre. Tremendo.
La Ley 3/2019, de 1 de marzo, de mejora de la situación de orfandad de las
hijas e hijos de víctimas de violencia de género y otras formas de violencia
contra la mujer, así lo recoge. Incomprensible
y vergonzoso. Y no se trata de si hay más huérfanos de madre que de padre. El tema
no es ese. Hemos entrado en un terreno peligroso al relegar el derecho a la
igualdad en pro de una ideología que, como en este caso, no protege, sino que
señala y discrimina.
La muerte de un niño es una desgracia
que jamás se supera, se convive con ello, pero queda ahí para siempre en la
intimidad de su familia. Pero la muerte violenta de un niño a manos de quien
debe de cuidarle, quererle y proporcionarle una posibilidad de futuro, no solo un
drama en lo personal y familiar, sino que es una tragedia que debería remover
la conciencia de la sociedad, venga de donde venga. Hace falta bajar el volumen
de la amplificación de la demagogia y de la ideología que discrimina. Debemos
asumir que como sociedad necesitamos una buena dosis de humildad, de valores, de empatía y de responsabilidad. Deberíamos bajar el volumen del ruido y pensar qué es lo que queremos para los más pequeños. El futuro es de los niños. Su muerte violenta es siempre una tragedia irreparable, pero su discriminación, su ninguneo, es un fracaso del
conjunto de la sociedad.